sábado, 26 de julio de 2008

GAITAS y otros sonidos - Victor Hugo Catalán Maldonado




SOY EL QUE ESCRIBE



Soy el que escribe. Cuando cae la sombra escribo en línea oscura como un mortal cualquiera. Cuando cae la luz es tarde y me pregunto a quién escribo cuando escribo. A la hermosa que sigue en los pasillos a las tres de la mañana y todos se han ido para dentro de todos pero ella, sólo a la mitad de sí misma. Porque nunca la he conocido en sus dos partes, la externa y la interna. Estoy por hacerlo y cae gravemente en sonrisas. Pasa eso y digo, esta vez es ella, y huye por escaleras equivocadas, hasta que me avergüenzo de osadías presuntas. Luego aparece como otra de intacta apariencia y sigue ahí, la que no es como una hermana que quisiera librarla del mal del recuerdo. Pasan días y semanas en eso. De pronto, han pasado veinte años y entonces, todos los que la han querido, lo lamentan de veras y murmuran —qué suerte no conocerla— a lo mejor, arruga la piel hasta perder la juventud que siempre luce impecable. Aún en las festividades del sueño más cansador reaparece lozana y huele a flores. Así, deslinda patrimonios y potestades. Su poder radica en esa aparición que yo digo es como la santidad de las estatuas. Pero no. Soy castigado. Sufro el castigo de la reminiscencia. Cuando todo parece subir las cerrerías del olvido, aparece. Está ahí y nada cuesta amarla. Es recuperable como el calorcito semiseco de un nido. Es diferente a todo lo que vuelve rutinario el afecto. No es de nadie, porque ser de alguien es ser ese otro y ser el mismo y, eso, es impracticable, salvo en pequeños desconsuelos del invierno. Sin embargo, asegura que es de unos hijos milenarios que tiene, de seguro la llevan en la sombra que va fija en ellos y ningún amor, además, ha podido raspar. No quisiera nunca terminar de escribirle. Pero, a quién le escribo cuando escribo, si cuando me lea habrá pasado el instante en que le escribo. Otras sensaciones me verán envejecer desde el espejo. Las que he debido ocultar para que no se malpiense. Cervatillo feroz en el cual la ternura es un sueño y nunca se despierta lo bastante para caer en sus brazos.



LA PREMURA DEL OLVIDO

La premura del olvido suena como esas solemnidades a la hora de las despedidas. Nadie se piensa dentro del otro al cual ha de olvidarse. Nadie se acuesta con ese peso mayor que suele recogernos a la salida de las estaciones de trenes. Caminamos y es tan leve nuestro paso, que nadie acierta a entender porque, luego de sólo unos pocos, nos volvemos tan pesadamente viejos. Pero es peor la latencia del recuerdo, aparece con el amanecer cuando éste ya huele a tardes anteriores, en que todo ha sido memoria implacable. Y peor aún es la inminencia del recuerdo, esa frontera sin sol ni servidumbre. Me gasto tantas veces el alma en fijarle contornos, hacerla viva interpretación mía, no como una sensación sin cuerpo sino como un cuerpo insensible de tanto golpearlo. Me gasto el alma indagándola. Protestándole como si fuera motor o enfermedad del recuerdo. A vivo Dios le imploro me vuelva de esos insectos que en la humedad se eternizan y aseguran el otoño. Yo quisiera, a veces, saber de qué hablo. El olvido no es como las situaciones olvidadas que yacen en algún lado, pero están ahí, extendidas, esperando la compasión de la nostalgia. El olvido no es como las situaciones olvidadas, porque, de muchas, se puede hacer uno el tonto. No sumar. No multiplicar. Las restantes son el problema. Hubo un Cristo que una vez dijo que él era lo que otros decían que era y eso no ha sido olvidado. Me quedo en medio de la plaza mayor de la perfidia para ser crucificado en virtud de este principio: son las partes las que duelen y el todo sólo es el ánfora rota por donde aquellas escapan.



EL OTRO

Lo que me da la vida es el Otro, ese aquél que me conmueve. Despierto a media noche y suele estar buscándose en mi desvelo. Me quejo y, en el dolor de los dientes, es el Otro, no yo, el que se lamenta. Si pudiera explicarlo. Cuando estoy por abandonarlo todo a mi suerte y cerrar todos los cajones, abrir todas las esclusas para que el tiempo me ahogue, hay otro tostándole, dándome aceite a beber, sobándome los lomos del desamparo. Algunas veces me río en contrapunto, bebo hasta hartarme, porque creo que por fin podré solo. Solo ponerme la razón y el afecto y salir a vivir. Solo el zapato en el pie de la existencia la verdadera, aquella que no necesita sacudones de nadie. Solo acabar con la sensación de inminente final de cada instante neutro.

El Otro, al decir de él mismo, es la esencia de las estaciones oscuras, de las habitaciones frías y sin fondo. Los altos techos me ven andar descalzo y perdido y desde arriba regresan los ecos que son la risa, la canción, el llanto del Otro moviéndose hacia mí. Significa el amor o a veces el odio, pero nunca el golpe final. Significa el paso del paisaje por los puertos de la memoria, quiere decir el primer arrebol, el primer beso, el primer árbol con manzanas.


Lo que me da la vida no-sé-si–es-o-que-se–la-da a ese Otro mismo del que hablo. No sé. Solemos encontrarnos vacíos y en silencio y, al abrazarnos, es como continuar vacíos y en silencio. No digo que la soledad sea ese vacío. No digo que la soledad sea ese silencio. La prueba está en que sigo adelante cuando él se va y de lejos me mira como a un cuadro en la penumbra. No digo eso.


Pero también quiero decir que el Otro alguna vez fue razón de partida. Estuvo en la puerta de un ómnibus con su maleta oscura y lloré. Bajó por esos arrabales del sueño pasado a aceites de cocinería de puerto y no me di vueltas a mirarlo, aunque en mis ojos, al alejarse, iba cada vez más alto y cercano.


Pero también quiero decir las interminables esperas. Las salas sin nombre ni color de las esperas. Pero también quiero decir de los encuentros, esos en los que el cuerpo desaparece por los tragaluces y todos contentos. No hay una hormiga que no sea parte de esa felicidad. Con esto quiero referirme a casa con mesa, mesa con sillas. Todos sentados alrededor de una función que comienza. En la mesa, panes que vamos remojando en una sopa caliente y a ritmo. Todos hablan de su yo, pero el yo son el Otro que sorben en silencio. Ese yo es el más inmaterial de mi vida. Mi padre y mi madre, aunque no los tenga. Aunque hayan venido a mí en son de buscar en mí su Otro. Aunque hayan sido un santo y una vela o esa falta de fe o esa confianza ciega.


Lo más curioso fue que todos nos encontramos tratando de separarnos. Lo más curioso fue que nos separamos tratando de encontrarnos. Pero nunca fue el acabóse ni el final de la novela. Porque sabíamos del Otro deslizándose entre las sábanas. Porque sabíamos del Otro suplicando para que le abramos la puerta. Siempre estaba ahí, como un sello o un motor o una manivela.


Lo más patético, sin embargo, fue en el simulacro de fusilamiento. Estaba yo en una sala sin ventanas y, sobre una banca, tendido un hombre boca abajo y llorando a pérdida. Vinieron unos hombres en fila y, muy rápidos, me tomaron de la camisita rota y me arrastraron hacia la luz. Era un día hermoso. Me pusieron contra un muro de sacos llenos de tristeza. Entre órdenes heladas vino a mi memoria el Otro, el que, sollozando sobre la banca, aun vivía. Los tiros nunca me mataron.




ACTO

Al abrir mi mano estaba ahí esa vaciedad de lo otro, lo pasado. Estaba la tibieza, pero no el cuerpo que la había provocado. Estaba la concavidad justa, pero el molde no estaba. Lo pasado era mayor a medida que miraba mi mano. Mayor, a medida que ésta se extendía dejando irse el calor y el acomodo a la forma. Pasaba también la edad con todo esto.

Me puse los pantalones, a sabiendas de que yo era el que estaba alejándome hacia nada. La amorosa siguió allí retozando. Había un olor a especias. Había un sabor a frutos gastados en la boca de ambos.


Seguí yo solo por el día y todo fue volviéndose caricatura. Incluso escribir esto que jamás hará ser lo que fue, que sólo fue en el principio cuando no estaba ni la luz ni era el cielo ni las aguas ni la tierra y solo éramos ella y yo en el punto de inflexión de la existencia.


Al depositar mi pie en el suelo hubo un estremecimiento en la madera que había permanecido en silencio, no para ella sino para nosotros. Dije un par de palabras y me dolió la ruptura. Los hechos pasaron a segundo plano en relación al tiempo. Fatigado, el afecto se replegó como un gusano, de esos que en el podrido tronco esperan ser alimento de pájaros. Yo solía pensar, antes que comenzara el amor, que el acto nunca es sustituido por otro acto. Me refiero a su lugar en el recuerdo. Ahora suelo pensar de la misma manera. Lo que pasa es que en cada instante me convierto en otro que es parte de una totalidad en que estamos todos, pero siempre la novedad es para el último que llega a este ser infinito. El olvido, es este tren de pasajeros.


Pensando en esos seres tiernos que son aljibe de todo, comprensiva materia que se dispone y utiliza, perennidad a contrapelo de los vientos de otoño, pensando en cómo se llega a abandonar a esos seres que podrían ser la redención del amor, recuerdo una tarde. Era viernes. Siempre supe que no habría otro viernes. Pero saber suele significar lo mismo que nada. Entonces, me arrellané en mi caparazón y abrí la puerta y salí al sol. Iba pasando el mediodía y todos corrían a alguna parte, menos el objeto de mi arte, la única razón temblando entre tantas emociones. Se detuvo y la vi. Detrás, el reloj de una iglesia amarilla se detuvo también, en mitad de un segundo. Han venido los días, uno tras otro, a relevar a aquel primero, han venido también otros objetos fijos, mas sólo aquel fue revelado en un cuerpo de contorno preciso y que contaba con un alma que hacía el calor, desgranaba las noches, creó el movimiento e inventó para mí palabras insoslayables. Ternura, la más grave, deslizándose en los silencios como agua de estratocúmulos, que, lentamente, van deshaciéndose con el sol que les da desde arriba. Ternura, la menos infrecuente, dándonos corazón con corazón, espalda con espalda y siempre el oído escuchando, la lengua en su saber, el ojo por lo tanto: la música fue inventada, el sabor fue inventado, se descubrió la luz que era un fenómeno físico de las emociones, inmune a la noche más cierta, al deber más cerrado. Se dio existencia legal a la ley del más frágil. Yo siempre era absuelto, ella siempre era juez y parte. Todos nosotros fuimos nosotros dos. Único en todo el mundo, fui el innumerable agraciado de su suerte.


Hubo otras palabras que salían de su oído, intactas. Qué gran armonía en cada una, el eco retornaba en los momentos más lánguidos.


Entonces, sucedió que la multitud siguió su marcha. La que era inmóvil en mi amor, se fue en la multitud cuando el reloj siguió también andando. Vino un destello que pensé venía del abismo en que solíamos ir a asearnos de tedios antiguos, de polvo en las cornisas del ánimo. Pero era su ausencia. Cuando hay fuego en las estufas, cuando hay rayos rasgando los cielos, o hay brillo en otros ojos, alcanzo a distinguir el enorme vacío. Debí mirarla fijo, jamás bajar la vista, jamás dudar cuando dijo que era cuestión de fe caminar sobre el fuego. Y jamás pasar al día siguiente renunciando al ahora...


VHCM



GAITAS Y OTROS SONIDOS
Víctor Catalán Maldonado


PELDAÑOS

Le preguntan, ¿lo amas?, pero ella va en otro peldaño; siempre huye de ese modo, desnuda por las escaleras. Pero, a veces responde. Con brillo en los ojos, le implora, no te hundas; con manos anudadas, con huiros que el mar le ha traído en su nombre, lo ama, cae derramada; la vejiga la atormenta, sin embargo algo dulce le viene en gotitas, lengua áfona de los amores solitarios. Cuando él sube por la calle —redondez del mundo— sobre la bicicleta es un dios de ojos claros, todo tiembla en la casa y ella está allí, no hay ropaje azul que la contenga. Como agua le cae, de todos los inviernos en que lo ha esperado, pero él sigue de largo pensando y deshaciéndose en sí mismo, gaitas del mundo lo lloran. Si pudiera hacerlo feliz —dice— lo traería de la mano, en los precipicios lo bebería, como bebo su persistencia, ante las columnas que atan su reloj de arena lo presentaría en sacrificio. Él es su propio dios, nada lo puede matar. Sólo entonces dice saber que es amor lo que la hace caer desnuda rodando, escaleras abajo, calle abajo, muda sin pausa, hasta alcanzarlo.



LENGUAJES

El dulce amor. En un gorrión lo sitúa, poeta de desván, así sale a vivir todos los días. Cuando el sol se queda, el amor es trigales más allá de la infancia, es peces en el riachuelo que la vio crecer en desnudeces sucesivas. Cuando el sol se va, canta el gorrión la marcha de los puentes. Puentes que en invierno la regresan. Le han crecido los cabellos, le huelen las axilas con el olor de la tía Leonor, así la amaba, sin disimulo, Jacinto, el grandote, el tío que le enseñó lengua de pájaros, para que los llamara, para que les pidiera consejos. El gorrión la sitúa tristona en la aldea, virgen y aún de delantal blanco, como en la cocina del primer beso. Por el gorrión sabe el amor, el primero de sudor y lágrimas, el moreno de las cartas ocultas, el rubio que la sorprendió en el pajar y que aún le moja el corazón en los sueños. Él es su hombre, hay ese hombre en cada pájaro cantando. Hay un puente que sale cada mañana a buscarlo. Él puente no sabe que ese amor nunca se queda mucho tiempo. El gorrión calla lo que no le preguntan.

LEVANTARSE

Tomo mis huesos cada mañana, me los pongo, salgo a trabajar. La noche los ha enterrado muy hondo en el jardín, así que están húmedos y huelen a tierra de hojas y el mayor, el fémur de la izquierda, ha sido mordisqueado por un perro.
Qué difícil es salir a trabajar en estas condiciones. Todos los edificios han sido levantados, las calles han sido tendidas de prisa, una que otra aún duerme, sangran las más heridas de esta súbita caída sobre el frío del muelle. El mar está lamiendo la ciudad, los bares del puerto aturden a los primeros ebrios y las cocinerías se impregnan de sus olores a miseria y a vino triste. Circulan los automóviles con sus conductores dispuestos a todo; qué ilusión no atropellar a nadie. Me ha ido mal en esto de aprender cada mañana la lección del frío, no puedo entender cómo sucede mi muerte absoluta cuando me acuesto. Cuando miro por la ventana la luna está mordisqueando un cerro que no me conoce, incluso pueden verse los pájaros que la desparasitan. Muchas veces ha estado mi madre leyéndome un cuento; al despertar por la mañana quiero incorporarme y desaparecer; mi madre se ha ido, la luna por su lado, tengo que buscar mi corazón en una caja repleta de recuerdos, llorando me lo pongo y voy por mis huesos al jardín; pero, antes me lavo la cara...
Que nadie note que he llorado.


JULIA

La Julia, no la arisca sino la grande, la que viene soleada y de pechos genuinos, que el mar la ha querido tres veces, que la tierra le ha suplicado vente a vivir en mí, ésa sí lo ama.
La arisca lo amó en la primavera y no pudo con él, siempre yéndose brumoso en alcoholes caros, en misterios insondables, pero esta otra, viscosa de humores, sensual para él con las ropas negras y suaves, las mejores, perfumada en retamos, en perejil, en pajar que la acostó para él, esta otra Julia, le ha traído —más bien, ella es— todas las estaciones.
En fiestas de guardar lo ha envuelto en sortijas de cabellos, cuando ella es estío, lo ha sudado hasta sacarle la escarcha del corazón, cuando es invierno, nieve le ha dado a su cabellera pretérita, cuando es primavera, la Julia sabe de él, lo sopla como brisa aromosa, cuando fue otoño, sólo una vez le dio esa melancolía que le cae y va llenando la alfombra de ocres reminiscencias.
Así lo salva de la soledad.
Cuando está listo para otro amor, lo deja ir, que es el modo de respetar su albedrío.

EL SEXO DE MARÍA

María juega con su sexo, se lo pone encima de la ropa, ajusta las manecillas de su reloj, lo moja con agua de azahares. Cuando era una escolar y estaba aprendiéndose, lo tocaba a la par que la maestra describía los dolores del parto o decía que vulvitis se escribe con v de vaca, lo tocaba debajo de la ropa y pensaba que algún día debería cogerlo desprevenido fuera de la clase. Cosas de ésas se le ocurrían a María, la más pobre de las chicas de la avenida costanera.
Cuando Claudia fuera a la universidad —Claudia nació el martes siguiente al martes en que nació María—, María ya sería del doble de la edad de Claudia; cosas insondables del tiempo. Sería cocinera en el puerto por el día y por las noches vendría al centro en la micro a ver pasar los autos elegantes, las mansiones lujosas del sur de la ciudad, los últimos estudiantes saliendo de la escuela nocturna. María juega con su sexo, que es como un perrito, tiene ese calor de cuando era niña y su padre la llevaba de la mano a la escuela, hasta que. desde un día cualquiera, nunca volvió a recogerla. Allí se le contrajo y desde entonces fue como un ratoncito muerto y frío. Todas las cosas ocurren con el sexo. María lo entrega a muchos tristes cada noche, juega con ellos a que es domingo y hay amor en la casa, a que cuando suene el reloj de las doce regresará su madre de la muerte y su padre vendrá de nuevo a recogerla a la escuela.

MARÍA

Creía que el amor había pasado cuando vino de cierto, vino con María.
María con Mayúscula, bella de cuerpo, alma grande y soleada, bella del alma. De María aprendí que amar es como estar dentro de una sola sangre. El amor es tibio, es fresco, blandito; es una mirada que quedó disuelta en el corazón y me mira desde dentro de él y late para siempre.
María pasó con sus pies pequeños y la tierra que pisó, los caminos que anduvo la amaron también y hoy la buscan. María perfumó las flores más bellas y aún la huelo en los parques. Hay un bosque con su nombre, un pozo que la mira en las noches de cielo estrellado, un banco en una plaza esperándola, una enredadera trepando hacia la ventana, que ella abrió hacia cada mañana durante años. El vendaval que se la llevó la traiga de vuelta.
María me amó con sencillez, con pasión religiosa. María me amó con profundidad de lago, con claridad de aguas claras, de luna llena, con alegría anduvo mis caminos, con fe sobre mis puentes y mis aguas. Yo amé a María y jamás dejaré de amarla, porque ella está en mí. Cada vez que respiro, la respiro; cada vez que sueño, la sueño. Por ella despierto día a día, por ella vivo hasta la muerte, día en que María dejará de ser un augurio sin cuerpo.
CUANDO SEA TARDE

Cuando sea tarde te he de amar, qué pena. Se arrimarán las súplicas con su madeja inútil, mandamás del dolor, de ahí la rotura de la tarde. Cuánta borrosa explicación bajando ese río terrible del hoy. Cuando sea tarde bajarán mis brazos hasta tu cintura a descubrir el norte, razón sustanciosa de vivir con los pechos tuyos ardiendo en mis manos, tarde ya a la orilla de la tarde. Vendrán los sepultureros del valle, las angarillas tristes, ninguna flor, ningún pariente, todos ellos con amores satisfechos, la otra cara del sol. Cuando sea tarde verás por mis ojos y yo estaré allí, por fin, en un brillo fugaz de los tuyos.


HIJO (I)

Fatigoso irrumpes en la noche, cuánto has corrido. El perro se echa a tu sombra, la sombra de él se ha dormido. Todos los faroles goteando la luz, toda la luz en una sola ventana, la de ese hijo. Llueve afuera en el mundo. Eres pequeño, eres el que serás más tarde cuando todos se hayan ido. Yo dejaré unos panes sobre la mesa y me iré; tu madre, el agua y toda la ternura en frasquitos. Así nos han enseñado en otros años, en otro planeta cálido, lleno de leña seca y mariposas posibles. Antes que mi marchitez llegara llegaste tú, ahora hay rosas nuevas en el jardín: No tienen sombra.



HIJO (II)


Ese hijo mío corre. Corriendo sube las montañas, los juguetes le saltan de atrás de los grandes árboles; qué feliz es mi hijo cuando avanza. En sus grandes zapatos hay una fuerza, ayer saltó dos escalones de una vez y estuvo a punto de caer al mar. Qué de peces lo habrían conocido. Pero hoy amaneció pensativo. Cuando desperté, él me estaba mirando, lo quise abrazar y él se adelantó; ahora vamos abrazados por la vida. Al cerrar el día jugaremos a que somos grandes.



MADRE

Guardaba el alma en frascos grandes y de colores. Como siempre sobraba, solía ir por los tejados, cuando aún dormíamos, dándole forma: de pájaros, de nubes, algunas veces sonidos, olores. Cuántas mañanas, al mirar por el ventanuco, aterrizaba como un ánade, feliz, el cuello erguido, ella, mirándome. Una vez la dejó sobre el hombro de un hombre toda la noche, él la confundió con su sombra y la dejó ir...; por la mañana, cuando íbamos para la escuela; fue tan lamentable... Ahora, frío de la voz y doliente, la veo venir por el camino. Es ella, no hay duda; tintinea como cristales su andar, va hacia el sur a vivir para siempre con otras aves; abre la lluvia en ésta su última migración, la lluvia se aparta, no la moja. Curiosamente, eso no me consuela.



PADRE


Qué estúpido todo; ayer nació mi padre, hoy va ya regresándose. Unos angarilleros negocian de qué lado cargarlo; la familia de mi madre llora y mira el gran reloj de la iglesia. A las cuatro pasará el último tren, en él vendrá una carta, que dice que mi madre está bien y no regresará. Él recuerda que en otro día, exactamente igual, se la llevaron fría, definitiva. Es irremediable: los gestos nuestros de desaliento, el cielo negro, un hijo que mide la soledad exacta, el frío enorme que hace.


LA EDAD.

Cuando lo saludé, el clima no me conoció, desastre lento. Al golpear la piedra, el muro recordó mi nombre, faltaban años para mi vejez.
Le pregunté a dónde va el norte tan mojado, qué ha sido de mi pueblo angosto y barroso donde me criaron; llovió tres días luego de esto. Todos cogidos de la mano, madre mateando, padre oyendo fútbol por la radio, los nueve hermanos míos, entre ellos yo, todos llorando. Luego cuando terminó la lluvia, cada uno a su edad.
Cuánto había envejecido yo.



LOS DÍAS EN EL TEJADO

Arrugados, rengos, salen los días de la cueva del tiempo. Yo, lubrico mis articulaciones, soy de seda para irme con ellos. Hay flores que ya vivieron, hay hojas ajando el otoño en los techos. Las techumbres me maravillan, allí el oxido juguetea con el metal, escarba en su hondura. En los techos me lo pasaba escondido de las penas de niño…; ¡qué rápido se iban con el soplo de la altura! Jugaba a ser héroe o pájaro, lo último, siempre tan fácil. Al bajar llevaba el óxido en los pies, qué enojo el de mi madre. Si alguien venía en aluvión a pegarme, yo me envolvía en el día, huía entre las casas, amaba las techumbres, chimpancé del verano. Les hacía muecas a las niñas terrestres, una de ellas me amó a distancia, llovían las cartas. Ahora recuerdo. La noche me recibe jovial, hay luna; siempre ha habido luna los lunes.




PÉRDIDA

La amistad entra al agua, se baña con espuma, luego entra en los solitarios.
Somos varios mirando hacia fuera, nunca hay ventanas suficientes.
Una vez vino un hombre; se fue. Otra vez, una niña con claveles; se fue; muchas veces los vecinos, con un traje blanco, se fueron. No, nosotros dejamos abierta la puerta y que se vayan, siempre es así.
Cuando en primavera, el aroma nos da alcance; cuando un gorrión, cuando el aire. No queremos, pasamos, juntamos hierro viejo. Ahora es invierno, hay mar muy verde, arrecifes filosos, totalidad de la espuma. Pero abrimos para el abandono. La soledad a veces es buena. Lo sabemos cuando el invierno nos deja.









LOS INFORTUNIOS

Cuando vienen los infortunios son como peces en poco agua; yo tuve que nadar en esa circunstancia. Pero hubo un hombre en mi vida que rompió marcas en eso: mi padre. Cuando el herrero del pueblo se aplastó un dedo, el viejo estuvo meses dolido; cuando la vaca se desbarrancó, preñada e infeliz, mi padre ahí estuvo; ¡qué modo de sufrir una tristeza! Miraba de lo alto hacia la orilla del estero donde la despostaron. Comió de su carne cabizbajo, de su cuero se hizo un rústico cinturón que lo hacía llorar del recuerdo. Ahora, con un padre enfermo marchándose, soy yo él doliéndose. Llueve y me mojo, asesinan en el pueblo y yo salgo muriendo; hay todo un ritual para sufrir en carne propia. El otro día una niña gritaba a voz en cuello, ven padre mío, la hicieron callar, que se fuera a la escuela que se entrara en sí misma, que hiciera algo. Me vinieron a decir, es tu hija.
Pero yo ya sabía.



SOL HOY

Sol hoy, sol enorme y tostado, qué he hecho yo para que él me mire. Vino rodeando la tierra, los sembradíos, qué alegres, el agua que lo pule por ahí en los metales de la tarde, detenida, luciente. En la mañana ha entrado a la casa, le dejé la puerta abierta, la ciudad también le abrió, los peces por su parte. Hay girasoles girando a mirarle, hay aromas puliéndose, tanto sol no entra en un día, hay que poner vasijas, cazoletas grandes, tinajas con vino de la casa. Mi madre sale tras el sol, le han crecido alas de oro, mi padre parte leña para el invierno, nunca le ha crecido nada. Cuando el sol anide y dé a luz nuevos pájaros, qué majestad para el cielo descorrer las cortinas y darnos el sol. Hoy lo he vivido por primera vez así, mañana nadie sabe.








TREN VAGABUNDO

Dicen que el tren vaga sin pasajeros por la vía. Un día lo han visto mirándose en el agua oscura de junto al túnel. Un hombre que aún es mi amigo lo quedó mirando, entonces el tren volvió a irse de prisa. Desconfiado entró a los pueblos que conocía más, muy de noche, cuando todos dormían. Un guardavías jubilado lo conoció por ese humo, el mismo olor aceitoso, la máquina roída, el bufar jadeante, es el tren de tu padre, me dijo para sí. Dicen que entonces el tren se salió de los rieles y echó a correr por los campos de trigo echando chispas, el crepúsculo está ardiendo, toda la noche han estado los lugareños apagando, no hay agua que pueda extinguir lo que no ha extinguido el olvido. Ahora va por caminos sin fin, mi alma está llena de ellos.



CARACOL O AGUA FRESCA

Fui niña o niño, caracol o agua fresca. Me esperaron a almorzar en un país inventado, se rieron de mí los gnomos de un cuento. Pero yo no escarmiento, voy repitiéndome en los muros de los subte y queda la sensación de que pasé en los que viven allí para siempre. Para honrarme, una niña se desnuda en un tren parisiense, los policías se la llevaron, yo estaba tan lejano, qué lástima no poder rescatarla, me hubiese gustado amanecer ella y yo con calor en Escocia, envueltos en una sábana muy blanca. Pero no soy el conductor del mundo, los cuentos se escriben sin mis gnomos, el sol sale, la luna baja hasta el mar, lo lame entre los pliegues, qué delicada fruta, qué delicatessen.Todo sucede como debiera.



CÁRCEL

Me dan de beber la sangre de un pajarito, las alas que me deben. Dos veces la cárcel me desvela, dos ríos de mi sangre alcanzan un mal arcoiris, una mañana en que los golpes me abren a lo largo. Es el séptimo color del arcoiris, me aclaran. Un compañero lloraba en las noches lo que le faltaba por llorar en el día, su amor nunca fue hallado bajo su piel, qué mujer más bella se perdió entre sus llagas. Una noche oímos balas viajando hacia nosotros; otra noche, por un minuto exacto, fui feliz, mi compañero comenzó a cantar La Marsellesa con una voz tan cálida, que derritió la helada de la pequeña ventanilla por donde el capitán nos espiaba. Un guardia, que no sabía nada de nosotros, se quejó la noche entera por un pie que tenía herido de otra cárcel más áspera. Y, personalmente, luego me reconoció en una revista. Era hijo de un amigo de él, así que fue más fácil fusilarnos así, con toda esa confianza. Una tarde, a las tres diez, me acerco al borde del gran muro. Cuando he perdido el recuerdo de cómo volar, los carceleros me tiran a matar, bajo el ala izquierda para que no sufra. Las balas aún están detenidas en el aire esperando a que yo me arrepienta.


LA CLARIDAD DE ESTAR SOLO

Monten en pelo a su desgracia y salgan sudando por su axila, porque hay que salvar las apariencias. No envíen recados al amor cuando él sopla en los huracanes o tiembla en una hoja de otoño. Yo, una vez, mordí los pezones de la soledad y ahí anda lamiendo mis entrañas. Otra vez, se abrió de par en par el abandono y ella, mi amada, se quedó hermosa pero inalcanzable tras un cristal. De vez en cuando la vienen a reconocer deudos de amores ya idos, otras veces le encienden antorchas en los cementerios. Sudoroso estoy, pero existo. Honduras las hay irreparables en mi corazón, pero fumo y se ocultan; también hay frutas dulces que me consuelan. Si miro a mi alrededor, hay dos hijos de nombre singular haciéndome un saludo; el tercero llueve a cántaros en un país sin conejos. Qué tremendo es estar solo en medio de los pájaros. Vuelan golondrinas hacia su propio intestino, que allí ya nada les hará daño, trinan mirlos que resisten aún mi edad y la celebran y cuánta música sopla como el viento aún en los saxofones del alma. Me moriré alguna vez, pero hoy siguen levantándome en andas cuchillos y emociones. El miedo es sólo un fantasma en una botella vacía.


MARÍA Y YO

Entre María y yo, siempre el invierno, nosotros dos, animalitos sucios pelechando. María ha andado, triste, ofreciéndose, yo vengo regresando de una sífilis, de antiguos asuntos innombrables. Qué bello es lo profundo del sexo con María, no hay salvación. Un sacerdote me quiso salvar y yo a él, los dos en lo suyo, qué dignidad del ser humano y qué inútil.
María suele no comer una semana y a eso agrega un día en que sólo llora, bajo la lluvia siempre y riéndose, a la vez, para que nadie la advierta.
Yo nunca lloré después de niño, aunque no recuerdo cuando es niñez, cuando vejez, cuando la nada, sólo conozco del tiempo de María que me huele y despioja, eso es lo más grande; y, a veces, me da de su sexo que es belleza y sustancia, nada asusta ni pega, no hay policías, sale el sol, nos calentamos sin él, hay luna y no la necesitamos y seguimos pegados hasta morir como perros de agua y agrégale dos días sin fumar de María; sumen ustedes esa gracia a su sexo virginal y, con ello, acabo siendo el más rico del territorio.



CUANDO SEA GRANDE


Cuando sea grande mudaré esta garganta que me insulta en los cumpleaños; cuando sea grande iré por mis riñones a un cuarto solo en que amé a tres extrañas; sus nombres suelen volver cuando no hay luna y hasta orinando sufro sus fuegos interiores. Cuando sea grande partiré el dolor en dos monedas, rico me haré de golpes en los huesos, pero se es grande una sola vez, que es cuando regresan los recuerdos. Qué hermoso era aquella vez y no la otra, la primavera, cuando en los naranjales se desnudaba una muchacha, cuando venía la humedad de otra distinta y que yo sabía era la única en el mundo y el recuerdo de aquel país que imaginé y al que nunca hallé siendo el país en que nací, la puerta de entrar, que única esa torre reflejada en tus ojos. Cuando sea grande, uno por fin entre yo y mi sombra, tiempo en el tiempo, holgazán y muy rico, dividiré mi corazón en dos, para que nadie desconfíe, porque es mejor la mitad de la inocencia que toda una culpa, digo bien, que toda una culpa.


FINALMENTE


Finalmente, vendrán otros a quedarse, que sean los que no me golpearon y no aquellos que han ido habitando mis huesos para violar secretos de mis flaquezas. Vendrán con sus dioses a instalarse en mis ideas, tendrán todo el tiempo porque el tiempo es el todo y además no tendrán que darme cuenta de nada. Yo les dejo mis flores, lo mejor de mi amor, les dejo también aquella vez en que equivoqué los nombres y nombré a mi padre en una iglesia, aquella otra en que estaba una lombriz de tierra mirándome con pena y vino un terremoto. Cuántas botellas de vino quedaron en una casa en que me amaron sólo por soledad, cuántos gorriones vuelan entre las tumbas de los amigos que me lloran y ensayan vivir un fulgor de su muerte en mi nombre. Es la última ola la que lleva los tesoros y yo, en ésta, me llevaré tu nombre, mujer que has creído en la sal de mi mar, hombre que has dudado de mí, porque era domingo en la misa y pequé, hijo que estás lejos, porque aún no has nacido aunque tu pelo blanquea, hermana de los pies gordinflones, haciendo señas desde el tren de los sueños, padre mío que estás porfiadamente en la tierra, madre que no te irás al cielo hasta que vaya yo contigo y eso es tan imposible, lluvia de los catorce años cuando salí a volar y aún no regreso, sol que me quemaste el color rojo para que no lo derramara en una guerra, pueblo mío que estás en una colina, como en el cántico.


SUEÑO

Soñé que mis hijos eran felices; cada uno había plantado un árbol y un libro andaban pensando escribir. Hijos son los sueños que ellos sueñan cuando están dormidos augurando el futuro. Hubo un domingo en que los tres coincidieron en salir a mirar el cielo, que era de estrellas y azul, pero no estaban reunidos, eso no lo supo el dios sol que los juntó de corazón, tan de perfil lo tenían para que diera sombra, esa sombra fresca con que aman cada uno a su modo pero con la misma intención: alcanzar la felicidad que está arriba y que con las manos no se alcanza, salvo en noches de luna. Esa noche hubo luna y cuando se entraron a sus sueños habían sido curados del día y su fatiga, se les había hinchado el alma como a un secreto de tres. Cuando los vi en el sueño mío, les brillaba un sol que yo ya conocía: era el sol de la inocencia.


LA CASA DEL ABANDONO

El adiós es la casa del abandono. Pero he tenido un adiós que no me ha dejado, como yo a mi recuerdo. La memoria me envía flores y cartas y tengo celos de ella que siempre regresa. Cuando me vaya la dejaré a otros con un boquete angosto, que entre el más sagaz, el que haya vislumbrado el sino de mí, yo que he sido a medias como esos muñecos de yeso que mi abuela torneaba —cuando quiso morir, me dio uno para que lo cuidara, se lo llevó un maremoto—;cuando resucitó, en la bondad de la vejez, lo trajo el ciruelo que decidió no morir y todavía da frutos en el patio que también es memoria, tiene arrugas en todo.
Hay noches de otoño que me buscan para contarme entre sus colores, pero viene la porfiada niebla entre los grises y me pone a salvo entre el árbol que fue de navidad y ahora es toda la sombra del verano y las cuatro tumbas, que ahora son cinco, porque el tiempo no olvida su trabajo y ha venido a juntarnos a todos bajo la tierra para memoria de su olvido.


CARACOL DE JARDÍN

Cansado de pasar por las tormentas quería un lago azul y plácido, una niña corriendo para atrás hacia el agua, sin temor de caer en abismos perversos. Los caracoles habían caminado mucho y por un hilo bajaba la última gota de lluvia, detrás de una ventana el recuerdo imborrable de mi padre cortaba leña sin dejar de pensar en nosotros; las ovejas con sus cencerros volvían del invierno y, una a una, se iban quedando en los cumpleaños.
Le pedí a un vecino que me perdonara por todos mis pecados, pero él, en ese momento, lloraba por los suyos; así que me dio sólo un clavel que venía marchitándose en su mano mientras sucedía todo esto. Las fechas se habían agolpado en mi recuerdo, confundí mi nacimiento con el de mi padre y a mi madre con una tía que siempre estuvo enferma; el cura del pueblo era el caballero andante que hechizó a mi hermana la que aún anda con su vestido blanco y sonriendo muy triste. Pero viene la primavera con colores lila y ya el tilo está lleno de nuestros aromas. Voy a querer a mi novia de los quince para siempre y a abrazar a mis hijos. Mi esposa andará reptando sobre las hojas de loto en el estero, yo volveré a ser caracol de jardín, como cuando me muera.


VIDA


Qué raro. Ninguna patria se puso de pie y me dijo, levántate y anda, ningún camino anduvo tras mi paso gritando, sé mi eco. Hubo días, eso sí, que se arrojaron sobre mi y ya en mi cuello me dijeron, es tarde, tarde para nacer, tarde para vivir, para morir, para todo. Vino una noche crítica en todo eso que me envió al exilio. Conocí el pan sin sabor, el agua me amenazaba desde las cornisas, qué inmensidad los edificios altos, vivos, secretos. En una importante mazmorra planearon mi fusilamiento, sin embargo vino la aurora con una cineraria, era fresca y núbil, me sentí obrero, fui amado en un pozo séptico, volví a pensar en la vida.


EXCEPCIÓN


Cuánta música, cuánta cáscara de plátano, cuánto maldito hedor ése de los amores traidores. Por una vez en el año, una vez en la vida, quisiera el amor que yo crié, el parque en que lo dejé por una patria más justa, Dios sabe cuándo, debajo de algún terraplén, de zarzamoras, de sitios eriazos y muy dignos. Me vio Pedro allí y no me negó, Judas y no me traicionó, el Iscariote tembló ante el recuerdo de otros días de tristeza, todos trataban de comprender que es imposible que un hombre se repita exactamente en la historia. Estoy aguardando a mis captores. Ellos no me crucificarán. Harán una excepción y todo habrá terminado.
DIOSES

Vuelve a resentir la herida pero es por la resina de la curación. Anda un tigre viéndome inventar los parques con sol, las novias con un amor para cada primavera. Así me cumple la edad, pone los recuerdos en el sitio de la verdad, en las estanterías de los sueños está todo el amor en orden. No quisiera decir al padre de esto, le quedó una deuda, no puso el olvido con seriedad, dejó boquetes anchos, sonoras melodías lo ayudan en el esfuerzo.
En resumen, pasa que estoy enamorado de todo lo que pude ser y lo reinvento. Digo, qué bello es todo, mañana será viernes y es viernes, qué bello es todo, mañana habrá sol y hay sol. Un sol interno, luminoso de melancolía. Y aunque nada volverá a ser igual, ni siquiera el modo en que ordeno las palabras, digo, todo será igual, y lo es.
Voy a poner como resumen un sueño de lo que ha de venir, y soy duro en esto, ha de venir para todo lo que significa ser uno el que pone las cosas en orden.
Había un dios que era un tigre. En cada raya tenía un pequeño dibujo, que sólo su madre podía ver en las noches de luna y que él, a la medida de ir creciendo, podría ir leyendo también. Era un dibujo de las virtudes que harían vivir al tigre eternamente, como viven todos los dioses que se precian de tales.
En las de la cola estaban las más importantes y era difícil verlas. Si no estaba sucia por los barros de la contaminación cósmica estaba lejana como todas las colas que en los dioses son, casi, una distancia infinita. Un día el tigre, ya milenario, necesitó saber cómo no morir, que era el pase a ser definitivamente un dios. Estaba herido de muerte por la flecha de un dios-hombre y recordó a su madre enseñándole la lectura de las señales de la cola. La mayoría de las crípticas enseñanzas se referían a cómo llegar a vivir eternamente. En la última, la que ahora trataba de alcanzar, estaba la última clave.
El tigre se dio vuelta en toda su envergadura soberbia, acercó sus ojos enormes, ya turbios por la sombra de la muerte, a la cola y a ésta a los ojos, en un supremo esfuerzo por saber.
Recordó en un resquicio de su cerebro de dios-tigre un “hazlo antes que sea demasiado tarde” y leyó. Cuando estaba apagándose la luz del universo para él leyó: “No confíes en el dios-hombre, aún herido de su última flecha vendrá otra más si ve que tratas de verte la cola en lugar de huir y ponerte a salvo entre las constelaciones más distantes. Si no lo logras, morirás como un tigre cualquiera”. A imagen y semejanza de su creador, el dios-hombre tensó el arco. Se oyó un silbido de tormenta estelar y una constelación en forma de tigre estalló en el cosmos y luego se apagó para siempre.


Junio 2004